Mundos íntimos. “Por favor, abuela, no me olvides”. Que el Alzheimer no borre lo compartido, regalame un recuerdo más.
La historia personal se evapora. En una familia en la que esta enfermedad ya había hecho estragos, la idea de no rememorar el pasado juntos se traduce en una sensación de tristeza.
Entro al baño, cierro la puerta para que no tome frío, le ayudo a sacarse la ropa. Sus piernas tienen la piel derretida, la sostengo con mis dedos, me detengo en sus rodillas. No quiero mirar para arriba, siento que mi infancia va a caer sobre mi cabeza. No quiero dejar que el golpe elimine los recuerdos que yo sí tengo de ella, de nosotras, de cuando la ropa que quedaba tirada en el piso del baño era la mía.
El vapor nos avisa que la ducha está lista. Le doy la mano. Agarrate fuerte, muy fuerte, no te vayas a caer, no te vayas a ningún lado, no termines de romperte por favor, abuela, pienso, o lo digo, no lo sé.
Está muy caliente, me quemo, nena, dice sin soltar mi meñique.
Tiene los ojos cerrados, muchas veces los tiene así: cuando come, cuando habla, cuando mira la televisión desde su sillón. Mamá dice que lo hace para retraerse cuando está con gente, porque ya no entiende tanto lo que pasa por fuera de su cabeza. No coincido, yo creo que los cierra para encontrarse con esos recuerdos que ya no tiene ganas de compartir.
El agua de la ducha hace que el poco pelo que le queda se le pegue en el rostro, como si fuera parte de él, lleno de pliegues, de manchas, de vida, de despedidas.
Quiero poner el tapón, llenar la bañadera, tirar shampoo sobre el chorro y que rebalse de espuma. Decirle que se acueste, que disfrute, que se quede todo el tiempo que quiera. Hasta que los dedos se te arruguen, y salís, me decía ella.
Yo no le puedo decir lo mismo, sus dedos ya están arrugados, su memoria también.
Abuela, dejame un rato más. Te prometo que la bañadera no se va a rebalsar. Abuela, ¿Venís a lavarme el pelo? ¿Hoy me prestás tu camisón? ¿Comemos milanesas con fideos? ¿Me tirás el colchón a los pies de tu cama? ¿Por qué tu mamá no se acuerda de mi nombre? ¿Qué es el Alzheimer? ¿Es contagioso? ¿Es hereditario? ¿Vos también te vas a olvidar de mí?
Pasaron diez minutos desde que entró a ducharse, y pide quedarse un rato más. Está hermosa el agua, nena, dejame un ratito que así me gusta.
Quiero meterme con ella y abrazarla para siempre, abajo del agua. Quedarnos ahí hasta que nuestros cuerpos no puedan absorber más líquido, ni tiempo, ni palabras, ni recuerdos.
Le lavo el pelo mientras ella pasa el jabón por su cuerpo. Tengo que ayudarla, hay algunos lugares que no llega. Paso la esponja por su espalda, tengo miedo de deshacerla, de que se le caigan pedazos de piel.
El abuelo grita, desde el living, que nos apuremos, que ya vamos a comer.
Voy a trabar la puerta con llave, no voy a permitir que el tiempo salga de este baño. Necesito un marcador indeleble para escribir mi nombre en el medio de su frente.
La ducha está apagada, la abuela ya tiene puesta la ropa limpia. Está peinada y perfumada. Los labios rojos, siempre.
Sale del baño, detrás del vapor; se olvida de llevar mi meñique.
Acomodo la cortina, cuelgo las toallas, me siento en el inodoro, no puedo respirar.
Me acuerdo del tiempo en que le dejaba mensajes en este mismo espejo: Te amo, abuela, decían. Ella los descubría cuando se iba a bañar, cuando todavía no necesitaba ayuda para hacerlo.
Cierro la puerta, vuelvo a abrir la ducha, el agua hierve. Nunca vi tanto vapor.
¿Quién se está bañando, Toto? ¿Vino alguien a casa? ¿Por qué tengo el pelo mojado? Escucho que le pregunta al abuelo.
Me saco la ropa, la dejo tirada junto a la suya, quiero derretirme abajo del agua.
Antes, escribo en el espejo del baño: Abuela, NO me olvides.
Hace un par de años a mi abuela le diagnosticaron Alzheimer. Si bien al principio casi no se notaba, yo sabía de lo que se trataba esa maldita enfermedad, porque su mamá, mi bisabuela materna, y mi abuela paterna, también la tuvieron.
Cuando yo tenía seis años, Carmen, mi abuela paterna vino a vivir a mi casa. Amaba estar con ella, jugaba mucho conmigo, y todas las noches me invitaba a su habitación, se pintaba la boca de rojo, y cantaba una canción que decía “Fígaro, Fígaro, Fígaro”; y nada más.
Es cierto que la abuela a veces gateaba, pero yo no lo tomaba como algo raro, para mí era parte del juego. Hasta que un día pasó algo y todo dejó de ser divertido.
Era el cumpleaños de mi hermana, compramos una torta de copitos de chocolate y la pusimos en la heladera para festejar durante el desayuno. A la mañana, a la torta le faltaba toda la cobertura, no tenía más copitos de chocolate, estaba completamente arañada. Primero sospecharon que fui yo, por ser la más chica de la casa, hasta que vimos que la abuela tenía la boca y las uñas llenas de chocolate.
Poco tiempo después, la internaron; otro poco tiempo después, se murió.
Ese fue mi primer encuentro con el maldito Alzheimer.
Años después, ya en mi adolescencia, fue en búsqueda de mi bisabuela materna, Felisa. Esta vez tuvo piedad, atacó sin hacer tanto ruido. Ella no gateaba, ni arañaba tortas, casi no hablaba. Era como un ser sabio, impecable, elegante, sentada en la punta de la mesa, en silencio.
Cada vez que la veía, me agarraba las manos, sonreía, y decía: No sé quién sos, pero sé que te quiero mucho. Y, paradójicamente, cerraba su frase con: Me hacés acordar a alguien, no recuerdo a quién.
Se murió a los 89 años; yo a veces la veo sentada en la mesa.
Pero hoy, de nuevo, el Sr. Alzheimer vino a robarse la memoria de uno de los grandes amores de mi vida: mi abuela Yeya.
Con la pandemia, su estado se agravó muchísimo. La combinación entre Alzheimer y aislamiento, le terminó de desgarrar casi todos los recuerdos.
Cuando todavía no había vacunas, y no se podía salir más que a tres cuadras a la redonda, fue el cumpleaños de ella. Por supuesto que no íbamos a ir a visitarla porque, más allá de las prohibiciones, poníamos en riesgo su salud y la del abuelo. Pero tampoco íbamos a permitir que su día pase desapercibido: Entre todos sus nietos (9) y bisnietos (11) nos organizamos para llevarle flores, cartel y regalos y abrazos con barbijo, a la puerta.
Salieron por el balcón del segundo piso, y apenas nos vieron, bajaron. Ahí estaba la abuela, con su barbijo manchado y diciendo que subamos, que no le importaba el covid, que ella no se iba a morir.
No subimos. A veces dudo si hicimos bien o no.
Un par de meses después, cuando aparecía, de a poco, la nueva normalidad, la fuimos a buscar, con mis hijos, y la llevamos a pasear. Me contó diecisiete veces la misma anécdota, de cuando ella tenía que volver a su casa antes que su papá prendiera el farolito de la puerta, porque si no se enojaba y la castigaba.
Pasan diez minutos, y otra vez la anécdota del farol, y yo intento poner cara de sorpresa aunque quiero gritar y correr.
Termina la vuelta, la acompañamos hasta su casa, y cuando nos saluda le cuesta acordarse del nombre de mi hija menor, Julia, a la que ella a veces le dice “Yeyita”.
¿Ma, la abuela se va a olvidar de mí?, me pregunta Julia. Y solo atino a decirle que se olvida con la voz, pero no con los pensamientos ni los sentimientos. No sé si le estoy mintiendo.
Vuelvo a casa y me siento a escribir.
¿Dónde estás ahora?
¿A dónde se fue tu memoria?
¿Cuán lejos voló tu presente?
¿Acaso mi infancia hubiera existido sin vos?
Y me acuerdo de un montón de bloques de madera en el piso. Estoy en la sala verde y la abuela me acompaña porque no me quiero quedar sola. Se sienta en una de las sillitas donde su pequeño tamaño encaja perfecto. Me mira, y sonríe; y yo así me animo a ir al patio a jugar, porque sé que ella no se va a escapar.
Y otro día, me lleva al colegio en colectivo y nos sentamos en el asiento de atrás de todo, y en un semáforo, salimos las dos volando y aterrizamos en el piso. La abuela se ríe, a mí me dolió un poco, pero si la abuela se ríe todo debe estar bien. Me río con ella, dentro de su abrazo.
Y el día que di mi primer beso fui a dormir a su casa, y mientras le contaba los detalles, ella me dice que coma el helado que me compró para que no se me inflame la lengua.
Y quince años después me tiene el pelo mientras vomito porque estoy embarazada y tengo náuseas y miedo; el papá de mi hijo se acaba de borrar.
Me hace un té, se acuesta conmigo en la cama de una plaza, pone un programa de chismes en la televisión, nos quedamos las dos dormidas.
Y la tengo sentada en el hospital sosteniendo a su bisnieto número 3, mientras yo me baño. Y tres años después está cantándole una canción a su bisnieta número 6, diciendo que es igual a ella.
Y ahora soy yo la que está sentada en el hospital porque la abuela necesita una transfusión de sangre. Y entre toda la familia, que somos como treinta, nos turnamos para que no se quede sola. Pregunta, cada veinte minutos, dónde está, dónde está el abuelo, dice que se quiere ir. La señora que duerme al lado de ella pide cambio de habitación.
¿Te acordás de todo esto, abuela? ¿Te acordás de las mañanas que pasamos en tu cama viendo dibujitos hasta el mediodía? ¿Te acordás de las tostadas con manteca y azúcar? ¿Y de cuando nos tiramos por la nieve y casi nos caemos al precipicio? ¿Te acordás que en el 2019 fuimos todos a la playa y jugaste a la pelota con Joaquín?
En ese momento todavía te acordabas de muchas cosas. Pasaron sólo cuatro años, y parece que por tu mente pasó un tsunami. Tu cuerpo aún sigue siendo flexible, pero tu memoria se endurece.
El otro día, el de tu cumpleaños número 86, estabas hermosa. Me senté a tu lado, te di la mano, me preguntaste quién cumplía años, por qué estábamos todos ahí. Te dije, vos; te reíste. Al rato preguntaste mi nombre, me enojé.
Me enojé de verdad, no te lo quise decir. Vos sabés, te respondí y me levanté
Termina la reunión, te beso, me voy.
No mires así, no vuelvas a mirarme así, en silencio, apretando los labios, ausencia de dientes, recuerdos acarician el tiempo. No mires así, no quiero despedirme, pienso antes de llamar al ascensor.
Te vuelvo a besar, y antes de cerrar la puerta me decís: Ceci, no te olvides de traer a los nenes otro día, a mí me encanta que me visiten.
Ahí está mi nombre, yo sabía que lo tenías guardado en algún lugar.
No me olvido abuela, te respondo.
Por favor, vos tampoco te olvides de mí.
Cecilia Castillo. Escritora, periodista y mamá de Joaquín y Julia. Acaba de publicar su primer libro de poemas, “Nada está escrito”, editado por Halley. Desde hace varios años participa en talleres de escritura y lectura. Como periodista, colabora en medios locales y extranjeros. Le gusta escribir a partir de fotos que encuentra guardadas en algún cajón de su casa. Sentarse frente al lago de Palermo, con cuaderno en mano, es parte del ritual semanal, lo demás sale entre insomnios. Vive con sus hijos, una perra, dos gatos, el pez, y los escritores y escritoras que duermen en su biblioteca.
Fuente: Diario Clarín
Etiqueta:abuela, adultos mayores, Alzheimer, bienestar, calidad de vida, longevidad, memoria, salud, Salud mental, vejez, vejez saludable